Jueves, 09 de Junio de 2005
Emma Bovary
Mucho se ha dicho acerca de la señora Bovary. Que si padece de histeria, que si está enferma de melancolía, que si simboliza el tedio de la pequeña burguesía. Lo cierto es que su padecimiento (producido por el insoportable defasaje entre sus anhelos y la realidad) sigue resonando en los lectores, devenidos ahora espectadores, a más de un siglo y medio de la publicación de la novela. La realidad es demasiado triste para Emma, es demasiado poco. Su vida es una sucesión de trivialidades en la que ningún sueño es alcanzable.
Ana María Bovo nos introduce en el mundo creado por Flaubert a partir de su técnica de narración oral. Para ello crea una situación que funciona como excusa para el desarrollo del relato: un grupo de cantantes se encuentran para ensayar Lucia de Lamermoor, ópera a cuya representación asistió Emma. De hecho, esa fue la única vez que la señora Bovary fue al teatro. Tomando este evento como bisagra, el coro comienza a relatar la vida de su desdichada espectadora.
Las siete actrices se relatan a sí mismas las desventuras de la joven esposa del doctor Bovary formando un grupo confidente que se explaya hacia la platea, involucrando a los espectadores. Como integrantes del coro, todas comienzan teniendo el mismo peso, algunas se involucran con los personajes alternativamente, imitan sus gestos y sus formas de decir. Esto produce un increscendo cuyo punto culminante es el rol interpretado magníficamente por Julieta Díaz, quien se identifica tanto con Emma que pasa a ocupar su lugar exclusivamente. La coincidencia entre su personaje y el de Madame Bovary, que comienza cuando la actriz le presta su voz, luego su cuerpo y más tarde termina por comprometerla totalmente, coincide con la densidad que van adquiriendo los acontecimientos en los que ésta última se hunde hasta la aniquilación.
La adaptación conserva casi intacto el texto de Flaubert, con los obvios recortes que impone la duración del espectáculo. Algunos pasajes se conservan en francés, utilizado con exclusividad por la directora del coro, y que funciona como interesante contrapunto al aportar la consabida musicalidad del idioma.
La escenografía está construida con pocos pero bien aprovechados elementos: un piso que simula ser de mármol blanco y negro, un pasillo de tierra (que simboliza la vida provinciana que Emma detesta), varios taburetes. Pero los objetos que adquieren mayor relevancia son dos: el piano, instrumento al que han estado ligadas generaciones de mujeres de buena familia y pocas ocupaciones, que es llevado de un lado a otro del escenario por las actrices, cual si fuera una pesada carga, y una lámpara de cristales que representa esa vida llena de aventuras y lujo que desciende y asciende nuevamente, conforme a los ensueños de la señora Bovary.
El manejo del espacio se completa merced a una excelente iluminación y al acertado desplazamiento de actrices y objetos a lo largo de la pieza. Se destaca también el diseño de vestuario, que conjuga la liviandad de las enaguas con la opresión de los corsettes.
Pero lo más interesante es corroborar con qué eficacia la narración de la novela consigue reconstruir la melancolía que padece la joven campesina normanda. Todo en la puesta confluye para reforzar este sentimiento. Es admirable cómo, tanto actrices como espectadores van ingresando en el universo de Emma, al punto de volverlo propio, identificación mediante. Así, un mundo construido a partir de un relato se transforma en sensaciones, sentimientos, imágenes, convirtiendo a la puesta en una ceremonia en la que, casi de manera imperceptible, la palabra, siempre una mediatización y un distanciamiento, comienza siendo externa para terminar haciéndose carne.
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