Jueves, 15 de Enero de 2015
Miércoles, 21 de Febrero de 2007

Caliente, demasiado caliente

Señores: ¡hay vida teatral en el verano porteño! Si la suerte es esquiva y debemos permanecer en Baires, varias propuestas escénicas estivales nos pueden hacer compañía. Lo frío y lo caliente es una de ellas.

Pensándolo fríamente…

El abuso físico, económico o psíquico de los hijos por parte de sus padres es un asunto recurrente en el imaginario occidental y, específicamente, en el criollo. Para corroborarlo podemos darnos una vuelta por la mítica antigüedad europea y pescar a Saturno saboreando a alguno de sus hijos, o venir más acá y pegarle una leída a El organito o a cualquier grotesco discepolliano, hacernos La malasangre con la Gambaro, descorrer Telarañas con el Tato Pavlovsky o sentarnos a comer con La nonna, nombrando sólo algunos casos, porque la memoria es arbitraria y el verano pega fuerte en Buenos Aires

Lejos de atestar exclusivamente libros de historia del teatro nacional, el listado de títulos que se zambullen en este intríngulis generacional, tan caro a los divanes del psicoterapeuta como a quienes analizan la política nacional en esa clave, se prolonga hasta nuestros días, ocupando buena parte de nuestra cartelera reciente (¿es necesario explicitar cuánto garpó el tópico de la familia disfuncional utilizado en tantas obras durante el último año y medio?...).

Lo cierto es que los padres explotan a sus hijos hasta que la tortilla se da vuelta y los chicos hacen algo. O mejor dicho: ¡qué más quisieran estas obras, que los hijos derrotaran la modorra y finalmente hicieran algo!… (Cualquier alegoría con cuestiones de la historia política nacional, es absolutamente deliberada).

Lo frío y lo caliente es una obra que Pacho O’ Donnell escribió en 1977 que participa de esta temática, al arrimarse a un mundo entre siniestro y patético habitado por una madre harto negadora, por un lado, y excesivamente vivilla, por el otro, y su hija prostituida de día y obligada a aniñarse durante la noche, actividades que le permiten a su progenitora, tanto la subsistencia material como emocional. Con respecto al texto, sólo cabe agregar que éste se evidencia algo envejecido debido al tiempo que ha pasado tanto arriba como debajo de las tablas.

En caliente…

La otra gran cuestión que surge ante la visión de la puesta, es la que respecta a la actuación. El grupo Carne de crítica opta por el tan mentado recurso de la interpretación de personajes femeninos por parte de hombres, para llevar adelante la propuesta. Para ello utiliza las indiscutibles habilidades de los actores Claudio Pazos y Francisco Pesqueira, quienes realizan una auténtica demostración de destrezas técnicas, que incluyen el baile, el canto y el rápido pasaje por estados exacerbados. Empero, la acumulación de recursos los conduce a un manejo monocorde y siempre en un nivel máximo de la energía, que redunda en un exceso de sudor, saliva y gritos, propios de las propuestas de este tipo. El inconveniente se registra una vez más (como tantas veces sucede en nuestro teatro) en la administración de los recursos de los actores.

El actor porteño de la postdictadura se ha internado por completo en la preparación psicofísica enarbolada desde los centros europeos. Y como queriendo hacer carne esa variante sacrificial - grotowskiana, monacal - barbiana (pensemos en la triple exigencia de arduo entrenamiento físico, total entrega escénica y existencia comunitaria que enarbolan tanto la propuesta del director polaco Gerzy Grotowski, como la de su discípulo ítalo-danés, Eugenio Barba) de las que nos hemos anoticiado sin prisa pero sin pausa a lo largo de los últimos años, se ha sometido a todo tipo de disciplinas. En el caso que nos ocupa, la acumulación de habilidades actorales se halla subordinada al establecimiento de una poética de fuerte inclinación paródica, que echa mano de la utilización de  recursos populares autóctonos en su variante macoquial (en efecto, puede reconocerse algo de la atmósfera entre festiva y televisiva creada por Los Macocos, fundamentalmente de la mano de Daniel Casablanca). Así, el actor ideal pareciera ser aquél capaz de correr, brincar, cambiarse de ropa en pleno vuelo, poner voces y cantar ópera, mientras da un salto, piruetea en el aire y, como yapa, se pega una zapateada, mientras llora sinceramente emocionado por una vivencia interna, pero muy interna.

El punto fundamental no radica en el entrenamiento, sino en que toda esa sabiduría adquirida permita arribar a la concreción de proyectos estéticos que constituyan auténticas creaciones. Quizás esto no sea responsabilidad absoluta del actor. Pero, sin duda, estamos en la era de los decibeles más modositos. Sin llegar a la estética de la no actuación, que ha atestado nuestras salas en los últimos años, la administración de recursos es lo que marca la diferencia. Una de las tareas predominantes del actor de hoy consiste en no engolosinarse con lo que ha aprendido gracias a la inconmensurable oferta de cursos, talleres y seminarios, sino en mostrar sólo lo suficiente. Se trata de un duro ejercicio de equilibrio permanente, que no se enseña en ninguna de estas escuelas y que pone en juego la intuición, el gusto estético y la capacidad de autodirección del actor, cuando el director, por alguna razón, no puede cumplir esa tarea.

Publicado en: Críticas

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