Casi inmóviles, como un peso muerto, yacen las dos minas sobre una peluda alfombra blanca. No mueven. No pueden mover.
Así empieza. La quietud es una constante. No habrá casi desplazamientos y el escaso movimiento será siempre en posición horizontal. Nunca se sientan y mucho menos se yerguen sobre sus dos piernas. No parece haber motivos para sacudir la pasividad. No hay fuerza. En ese suave y claro cuadrilátero transcurre el encuentro. Silvia y Adriana, otrora dos amigas, se encuentran, al parecer, luego de algún lapso. Una de ellas se alejó de su entorno habitual, para convertirse en la mina de un hombre adinerado. La otra se quedó y ahora está de visita. Hace un tiempo que no se ven. Parece. Eso parece.
No mueven. No pueden mover. El diálogo del comienzo gira claramente alrededor de esa imposibilidad. No hay impulso para ir al cine, ni para salir en auto, ni para ir a tomar algo. Lentamente aparecerán sus cuitas y otras yerbas, pero a lo largo de todo el rato, el desplazamiento será mínimo. Tres partes pareciera tener esta visita: una en la que planean qué podrían hacer (movida que, como ya se relató, no concretan nunca), otra en la que se echan en cara sus rencores y una tercera en la que, sin modificar su desgracia, se encuentran.
La actuación es medular en esta propuesta. Es imposible sostener el mundo creado, en el que la limitación espacial es grande, en el que lo que manda es la imposibilidad de moverse, sin una buena actuación. Si bien el planteo de vestuario propone una estética recargada, con peluca, pestañas postizas y mucha pintura, la actuación es contenida, casi sin exaltaciones, producto, quizás, del ambiente que gravita sobre ese cuadrado blanco, de la inmovilidad reinante. Las actrices Valeria Lois y Cecilia Blanco logran, por un lado, crear estas dos amigas con un perfil bien definido cada una, en cada mínimo gesto, en cada inflexión de voz, aun sin mostrarlas en otra posición más que tiradas sobre la suave superficie, al mismo tiempo que consiguen una clima que mantiene atento al espectador, con la sensación de que algo late entre ellas, aunque aparentemente no pase nada.
Me pregunto en este momento: ¿Por qué dos “minas”? ¿Qué tienen las minas de distinto a las mujeres, las chicas, las tipas, las pibas, las señoras, etc.?
Alejandro Catalán consigue un gran acierto, fundamentalmente en la creación de este universo casi inmóvil que transcurre sobre la alfombra, así como en la dirección de las actrices. Podría decirse, sin embargo y con asombro, que no aparece una mirada extrañada sobre la vida de estas dos mujeres, o mejor dicho, que a pesar del atractivo modo de plantear la parálisis en la vida de Silvia y Adriana, a pesar de la riqueza del lenguaje, no se produce un sacudón en la mirada, en el punto de vista sobre este pedazo de mundo que constituyen las dos minas.
Me pregunto y no resuelvo: si cambiar la forma de decir, es cambiar lo que se dice sobre un tema, lo que está dado, lo naturalizado (forma y contenido están ligados de manera indisoluble), ¿cómo es que un lenguaje tan atractivo, que cuando acentúa la inmovilidad de estas dos mujeres, enfatiza la imposibilidad que tienen de modificar el propio destino, no genera en mí, espectadora, un punto de vista renovado de este universo? En esta encrucijada me encuentro al terminar estas líneas, y como no la resuelvo, doy cuenta de ella.