Sin duda alguna, este título tiene reminiscencias muy especiales. Un diminutivo acompañado por el adjetivo "feliz", pero no, o tal vez sí, si se hace una lectura amplia del correr apurado de nuestro tiempo.
En primer lugar habrá que explicar que esta propuesta es para chicos, pero que los destinatarios ideales son los padres ¿Por qué? Porque en términos escénicos se puede decir que hay un espectador presupuesto que es un niño, tanto por el tratamiento de la actuación, como por las indicaciones precisas para comprender cuándo se trata de fantasía (lo que sucede en el deseo y en la cabeza de la niña) y cuándo de realidad, así como también por el registro lingüístico. Pero en términos temáticos, aunque los chicos puedan comprender, el que debe reconocerse aludido es el adulto.
Camila tiene 8 años, nos dicen. Está impaciente por ir a un cumpleaños. Su mamá, a quien vemos entrar apurada en escena, se ha olvidado de tal circunstancia. En breves minutos entenderemos que son muchas cosas más de las que va a olvidarse.
La madre confunde el lugar del cumpleaños, pierde el regalo, en fin, está a punto de salir sin la hija...
La escena siguiente nos permite comprender dos cosas: que la madre compró un regalo de nena cuando el cumpleaños era de un varón y que se olvidó completamente de Camila en la fiesta.
La suerte está echada. Luego nos presentarán al hermano (evidentemente el menos responsable, por edad y por modelo) y al padre, una caricatura del antimodelo del padre ideal, incalificable.
La niña decide protestar. Al fin y al cabo el modelo piquetero está al alcance de todos. Se arma, entonces, una casita de juegos en el medio del comedor. Allí se instala, con golosinas, libros, revistas, un banquito, el control remoto del televisor y un candado para impedir que la saquen. ¡Ah! Y con un tenedor para defenderse.
Las primeras actitudes de la familia nos permiten comprender que, si bien nadie podría afirmar que la reacción de Cami es ideal, a la nena no le faltan razones para la protesta. No hay un alma en la casa que le preste atención. De hecho, la madre le deja la responsabilidad de sacarla de allí a Rosa, la señora que limpia, y no se inquieta demasiado por el hecho de que su hija se ausente de la escuela.
La primera inquietud se hace presente ante un síntoma de salud: Camila no quiere hacerse las nebulizaciones. El reclamo telefónico de Rosa nos muestra a una madre asediada por un jefe insoportable, lo que le otorga un pequeño manto de disculpa.
Los laureles se los lleva el padre: habla con la hija y, como en ningún momento mira de dónde viene la voz, nunca se entera de que está encerrada en la casita. Luego, por supuesto, cuando la familia lo ponga en conocimiento de algo que él eludió, aparecerá la postura soberbia y autoritaria, que tampoco le servirá de nada.
En fin. Luego vendrán las estrategias para sacarla y finalmente el acuerdo.
Pero si hay algo sobre lo que insiste la obra de Adriana Ferrari es sobre el desamparo al que están sometidos los chicos hoy en día gracias al apuro y a la distracción de los padres. Lo hace con humor, pero lo que plantea es profundamente complejo y bastante triste, a decir verdad. En particular lo es cuando se comprende qué es lo que pide Camila (que nadie vaya a creer que son grandes cosas: un poquito de tiempo, un baile, un juego, una foto de recuerdo, unos mimos, la presencia en los actos escolares). ¿Parece mucho? No, no lo es. La casita, de feliz no tiene nada. La felicidad será poder salir de ella y volver a vivir con su familia de otro modo.