Arte vs. tallerismo. Una pelea del siglo XX que nos encuentra, en las puertas del XXI, más perdidos que nunca.
El Absinthe es una bebida muy (muy) espirituosa con sabor a anís, procedente de derivados de hierbas, cuyo ingrediente fundamental es el ajenjo (Artemisia absinthium). Tuvo su pico de popularidad a finales del siglo XIX y principios del XX, especialmente en Francia y, más específicamente, entre los artistas y escritores parisinos, aquellos famosos poetas malditos. Como todo lo bueno, en el apogeo de su popularidad fue prohibido por la altísima gradación alcohólica que tiene (para los valientes, 68%).
Es normalmente de color verde, mutando a un nublado lechoso verde opalescente (conocido como la louche) cuando se mezcla con agua azucarada. Históricamente fue conocido como "El Hada Verde" porque, según quienes lo beben, al hacerlo no terminan viendo elefantes rosas sino, justamente, hadas verdes.
¿Cómo sabemos todo esto? Porque créalo o no, el Absinthe tiene museo propio e historiadores, e incluso un informadísimo sitio web.
Pero más importante aún, ¿por qué demonios me pongo a discurrir sobre las veleidades de un licor en una página de teatro? Sencillo: todo es culpa de Alejandro Acobino. No se me malinterprete. No quiero decir que juntos amanecemos beodos en el medio de la avenida Corrientes persiguiendo hadas verdes, no. Es que su último espectáculo tiene por nombre Absentha.
Estamos en una escuela. O más bien es un aula/depósito-de-cosas-desvencijadas/sala de reuniones de una escuela (excelente diseño y realización a cargo de José Benito García y Pepe Uría). Los niños ya no están cursando pero, a contraturno, tiene lugar un taller de producción poética en donde se analiza el hecho escritural (sic). Con estas frases tan pomposas se nos presenta en escena nuestro grupo estudiantil... Tres alumnos, para ser más exactos: Mamu (Rodolfo Demarco), el Vasco (José Mehrez) y Gapo (Germán Rodríguez). Todos, recién llegados de las vacaciones, están dispuestos a iniciar un nuevo ciclo lectivo. Y cada uno de estos actores trabajará con una tipología de personaje sólida y coherente que se va a definir desde el vestuario, el peinado, los poemas que escriban, los medios que usen y hasta los lugares a dónde han ido a veranear. Lo único que nos falta es un profesor idóneo... Y ahí llega Raúl Armando Latorre, alias Lato (Fernando Migueles), con una curda que lo hace zigzagear. Poeta fracasado, sólo puede exhibir en su haber alguna vieja publicación de algún olvidado premio; pero nada de esto puede hacer tambalear la adoración casi enfermiza de sus tres alumnos.
Éste será el marco para una reflexión entre absurda y triste sobre el arte en el siglo XXI. "El taller es una instancia miserable", terminará por decir Lato, "llena de consignas y devoluciones". Ya nadie hace arte, todos son talleristas. Pero qué se le va a hacer, esto es una cosa epocal (sic)... es una época de mierda para la poesía. ¿Y qué se puede hacer para subvertir este estado de cosas? Tomar Absentha y tratar de inspirarse, de romper, de innovar, de la misma manera en que los poetas malditos lo hicieron. Parodiando un viejo recurso del teatro posmoderno, se recurre a una práctica vanguardista para banalizarla, para tratar de exprimir una gota de arte a través del licor, en el colmo del absurdo de la imitación inútil.
Con una propuesta inicial muy interesante, lograda en gran medida por las excelentes resoluciones técnicas de Uría (vestuario y escenografía) y Sergio Cucchiara (iluminación), la obra termina por caer en algunos lugares comunes, sobre todo en la resolución de la trama. Es aquí cuando ya no podemos disimular la gran deuda que este espectáculo tiene con shows televisivos como Seinfeld (principalmente en la construcción del personaje de El Vasco, que tanto en el físico, en la manera de desplazarse y en la forma de hablar remiten al Kramer de esta serie) o Peter Capusotto y sus videos (sobre todo en los poemas que los tres alumnos componen).
Pese a estas cuestiones, la obra se sostiene gracias a la consistencia que aportan Acobino desde la dramaturgia y Ana Sánchez desde la dirección, que nos permiten reírnos de lo absurdo de este grupo, sin dejar de sentirnos reconocidos en ellos.
El que nunca ha asistido a un taller, que tire la primera piedra.