Cuando Joseph Conrad se mezcla con Charles Baudelaire en el Planetario de Buenos Aires, aterrizamos, sin escalas, en Niños del Limbo.
El Limbo es, según la Real Academia Española, el "lugar o seno donde, según la Biblia, estaban detenidas las almas de los santos y patriarcas antiguos esperando la redención del género humano". O sea, el lugar de unos que ya habían hecho un par de buenas obras y ahora se sentaban a esperar a que alguien más resolviera los problemas generales. Pero también es muy corriente la expresión "estar en el limbo", que significa más o menos "estar distraído y como alelado", "ignorar los entresijos de un asunto que le afecta". Algo así como estar amasando pan en la cocina, mientras en la puerta de la casa asesinan gente. Lo bueno del Limbo es que es un lugar de tránsito del que se puede salir; sólo hace falta ponerle un poco de voluntad, decidirse a accionar.
Con esta idea en mente y haciendo acopio de fuerzas, logramos levantarnos de la aletargada siesta del domingo a la tarde para ir al teatro. Llegamos a la sala mayor del Camarín de las Musas con grandes expectativas porque -aunque Tu Sam insista en que "puede fallar"- Andrea Garrote siempre nos dio satisfacciones. ¡Y nos encontramos con una sala llenísima!
La escenografía promete: un living realista con sillón, tazas y termo con café, rodeado por una falsa biblioteca que nos ilumina. Y antes de que nos demos cuenta, ya estamos in medias res: Martina, profesora del taller literario y dueña de casa, está escuchando atentamente la lectura de una de sus alumnas, Carmen. El grupo se completa con Leonel -el hijo bobo de Carmen, que obedece a cualquier orden, pero no contesta preguntas- y Oscar. A este espacio en donde se "explora el universo poético personal", llegan, de improviso, nuevos alumnos que darán a la historia un giro de 180 grados. Ellos son Ángel, Diego (¿o Darío?) y Francisco, estos últimos supuestos sobrino y tío respectivamente. Ninguno es lo que parece, todos ocultan algo. El agente secreto (novela policial de Joseph Conrad, de 1909) y El amor y el cráneo (poema incluido en Las flores del mal, de Charles Baudelaire, de 1857) dan las claves para armar un disparato atentado contra el Planetario, cuyo objetivo es crear distracciones, cortinas de humo, ya que estamos "en época de elecciones". Cuentas pendientes y ambiciones personales terminan creando una trama desquiciada, en donde la que está (y se queda) en el limbo es Martina.
Pero por detrás del policial entran en juego las categorías de realidad y ficción, finito e infinito, construcción y devenir. Preguntas metafísicas teñidas de un humor desopilante, que muestran que, al fin y al cabo, el que verdaderamente la tiene clara es Leonel. Él es el único que se da cuenta de que esto no es más que una obra de teatro, que él es un actor al que tal vez -en un futuro venturoso- le toque un papel con más letra y que el espacio escénico necesita equilibrio.
Esta poética ya la conocemos, la hemos visto y disfrutado en muchas de las producciones de El Patrón Vázquez, aquel grupo conformado en 1994 a partir del estreno de Dos personas diferentes dicen hace buen tiempo, que reúne en productiva compañía a Rafael Spregelburd y Andrea Garrote (actualmente al grupo lo completan Héctor Díaz, Alberto Suárez y Mónica Raiola). Tantos años de trabajo en colaboración producen cierta simbiosis, es verdad; pero Niños del Limbo nos hace preguntarnos respecto de si muchas de las cosas que nosotros le atribuíamos a Spregelburd no serán de Garrote y viceversa. Esto no es una duda con respecto a las capacidades artísticas de cada uno, ni mucho menos; al contrario. Creemos que el sostenido trabajo en colaboración ha contribuido al desarrollo de ambos; pero también ha diluido algunas marcas personales y dificulta la investigación. Y tal vez eso sea bueno.
Lo cierto es que en esta obra todo funciona como un mecanismo de relojería muy bien aceitado. Las actuaciones de Amanda Busnelli, Andrea Garrote, Guillermo Jacubowicz, Alejandro Pérez, Javier Rodríguez, Mariano Sayavedra y Alejandro Zingman son impecables. Algunas se destacan más que otras, pero el trabajo de dirección de Garrote logra sacar lo mejor de cada uno.
Y un párrafo aparte merece la banda sonora: la música original de Federico Marquestó se transforma en un personaje que nos termina resumiendo toda la trama. No sólo es bella en sí misma, sino que además es absolutamente funcional a la pieza.
Podemos decir que la obra nos mantiene en el limbo durante una hora cuarenta y cinco (que, según mis acompañantes, parecen cincuenta minutos), pero cuando la comedia acaba, la profundidad del relato permanece justo al lado de la risa.